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Podemos engañar a todos, menos a nuestra Conciencia

La verdadera identidad de una persona no será lo que muestra que es sino lo que realmente es

Solemos revestir nuestra personalidad de caracteres variados según sea la ocasión o la necesidad. Puros disfraces que tratan de ocultar dolores, temores, frustraciones o intenciones. La sociedad suele ver y conocer a ese que mostramos, pero jamás llegará a saber en verdad quienes somos, excepto nosotros mismos pues tenemos un implacable juez que es nuestra Conciencia.

Ya San Pablo había reparado en esta índole de la Conciencia (cf Rm 2, 14-16) como una realidad presente “en el corazón de la persona” que ordena hacer el bien y evitar el mal y que actúa al estilo de un juez que aprueba la bondad y sanciona las malas acciones. Dice el Apóstol que “El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla”.

Siglos más tarde, San Agustín (354-430) en referencia al tema le dará el carácter de “sabiduría que se encuentra en las profundidades de uno mismo, que nos muestra a Dios y que se revela a través de la conciencia”.

De allí que para iniciar un diálogo con la propia Conciencia sea lo mejor aplicar la técnica de San Agustín –la introspección- o sea, prestar atención a sí mismo para oír y seguir la voz de la Conciencia que es rectora, una práctica por demás necesaria en tiempos en que el ruido, la dinámica diaria impulsan a perder la paz interior: «Retorna a tu conciencia, interrógala. (…) Retornad al interior», dice Agustín.

En síntesis, la verdadera carta de identidad de una persona no será lo que muestra que es sino lo que realmente es, y esa calidad estará reglada por la comprensión de los principios de moralidad y su aplicación al obrar diario.

Atender a la Conciencia constituye una garantía de identidad entre ser y hacer; porque se puede diseñar una vida exterior, pero nunca huir de lo que verdaderamente se es.

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